Viajeros y turistas

Quien no viaja no conoce a los hombres

Ibn Batuta

A principios de 1995 C. y yo iniciamos un largo periplo por varios países del sudeste asiático que se convertiría en el primero de una serie los dos años siguientes. Solicitar en nuestros centros de trabajo dos meses sin sueldo, adjuntarlos al de vacaciones y viajar a lo largo de esos cien días por una extensa zona del planeta practicando lo que yo llamo el turismo artesanal. Ya por aquel entonces me hallaba engolfado en la literatura de viajes, pero, sobre todo, en el estéril esfuerzo de clasificar taxonómicamente a los distintos tipos de viajeros que podemos encontrar contemporáneamente. La distinción entre turista y viajero, que ocupó a tantos autores desde que el turismo de masas empezó a hacerla necesaria, nos servía precisamente de elemento de distinción, en un mohín de superioridad que sólo servía a nuestro consumo de satisfacciones por nosotros mismos provistas. Pero ni siquiera podíamos usar como guía espiritual la célebre frase, convertida en proverbio, de la novela El cielo protector (1949), en la que Paul Bowles delimitaba y determinaba claramente y sin matices los campos de esa distinción:

No se consideraba un turista. Él era un viajero. Explicaba que la diferencia reside, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de unos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud de un punto a otro de la tierra.

Nosotros llevábamos billete de vuelta. Abierto e inseguro, como se demostraría finalmente, pero pagado. Por ello se hizo necesario para mí un grado intermedio que satisficiera esa necesidad de distinción sin faltar a la realidad esencial. Así que acuñé para mi propio uso, esa marca del turismo artesanal, frente al turismo industrial adocenado de los tour operators o incluso al diseñado a medida por las agencias especializadas.  No creo que necesite extenderme más para explicarlo, cuando además precisamente el sentido de este trabajito es exponer cómo funciona prácticamente. Sea como sea ya por entonces me aquejaba la intuición de que si aún podía darse el viaje, en el sentido en el que lo definía Bowles, de vagabundeo sin destino fijo, la psicología del viajero había cambiado radicalmente y, por tanto la mirada había perdido la inocencia de antaño y la exploratoria, tanto externa, del paisaje humano, como la introspectiva del que se desplaza, la autoconciencia de la separación de los mundos, sobre todo en los viajes al conocido como Tercero. Porque estamos hablando de viajeros o turistas occidentales (en los que se incluye a los japoneses). Y ni siquiera podemos incluir a los emigrantes que huyen del hambre y las guerras de tantos países actuales y que puede que sean los verdaderos viajeros aventureros actuales, que tienen de bowlianos el carecer de destino concreto, aunque no del abstracto de mejorar sus condiciones de vida o incluso simplemente de salvarla.

Por eso escasos años después reflexioné sobre esa pérdida de la inocencia en la mirada del probable viajero –y no en la del turista que carece de ella– de la época del poscapitalismo que viaja –o desciende– a los infiernos de la pobreza absoluta en un artículo que me publicaron en la revista ARTyCO de Pamplona y que titulé Desde el Hades con dolor. En él radiqué esa pérdida de la inocencia en el conocimiento de las causas del Mal que ya todo el mundo tiene o puede adquirir y la conecté con el relato homérico: nosotros somos los viajeros que damos cuenta de las maravillas del mundo, pero no a nuestra vuelta, sino a lo largo del recorrido a los propios que vamos a visitar. Como Ulises cuando baja hasta el Hades es inquirido por el mundo de los vivos, así el viajero occidental es inquirido permanentemente por el mundo de arriba.

 

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