Probablemente una de las circunstancias que más arrojo nos exigió fue el de emprender ese viaje sin saber prácticamente una palabra de inglés. Pero ya teníamos experiencia en dos viajes anteriores, ambos de un mes, a India, a la del norte primero y a la del sur al año siguiente. Para esos viajes yo, que estudié francés siempre y que había gastado en los últimos años mi tiempo dedicado a los idiomas al árabe, tuve que adquirir un mínimo de conocimientos básicos, precisamente para satisfacer las más básicas necesidades de comunicación. Varios meses escuchando cursos de conversación en inglés, acumulando nociones de gramática y leyendo cuentos infantiles, sólo consiguieron hacerme entrar en pánico los dos primeros días en Nueva Delhi. La amabilidad extrema de los indios, sus ganas de comunicarse y su infinita paciencia consiguieron que en cada uno de aquellos dos meses mis conocimientos y mi soltura se multiplicasen por diez. Con todo siempre sentí como una terrible mutilación esa carencia de soltura en la lingua franca contemporánea y nunca lograré sopesar la cantidad de información y vivencias que me perdí en mi activa vida viajera, tanto mediante el contacto con los nativos con los que hubiera podido establecer con otros viajeros, que no fueran españoles, franceses o italianos.
A finales de 1994 no existía ninguna guía en castellano de los principales países que íbamos a visitar. Sí se encontraba en español, creo recordar, una de la Lonely Planet y otra de la Routard, que fue la que adquirí, de Tailandia aunque precisamente fuera ese el país que menos nos interesaba de momento. De Malasia y de Indonesia nada de nada. En un viaje a Madrid a la célebre Tienda Verde de la calle Maudes encontré la maravillosa guía inglesa que nos llevó como un lazarillo por todos los caminos e islas de Malasia e Indonesia e incluso por la sofisticada Singapur: Indonesia Malaysia & Singapore Handbook 1994.
El papel tipo biblia con que está encuadernado y la letra pequeñísima le permiten alojar un ingente volumen de información en muy poco volumen físico. La ausencia de fotos y la reducción de las imágenes a los mapas, gráficos y sencillos dibujos contribuyen más aún a ello. Sus informaciones prácticas nos resultaron utilísimas y muchos de los lugares que recomendaban como alojamiento o restauración no eran lugares muy trillados por el turismo. Pero donde descollaban poderosamente era en la información acerca de las maneras y los medios de transporte, con detalladísimas relaciones de las posibles comunicaciones y alternativas por tierra, mar y aire entre las distintas islas y por el interior de las mismas.
Fue en ese viaje y nada más llegar a Bangkok donde comprobamos por primera vez en nuestras vidas el poder de las tarjetas de crédito. Para un viaje tan largo llevábamos como otras veces uno de esos clásicos cinturones huecos de una cremallera en el que cabía una buena cantidad de dólares en cómodos billetes de 100, suficientes para sobrevivir tres meses controlando el gasto a niveles moderados. Completábamos las reservas con algunos travellers checks que por seguridad llevaba C. en su bolsa pegada al cuerpo junto con los pasaportes y los billetes de vuelta. Afortunadamente Indonesia resultó ser de un barato casi insultante para nuestro nivel de vida estándar y los dólares dieron para haber llevado un tren de vida más lujoso, tren al que por otro lado nosotros, debido a nuestra proverbial tendencia a frugalidad, tampoco aspirábamos. Pero como digo fue en ese viaje cuando se obró ante nuestros ojos por primera vez la portentosa maravilla de ver salir de un cajero automático adosado a una entidad bancaria en Bangkok, tras introducir nuestra credit card emitida por una caja de ahorros española y marcados los números de la clave y el montante del dinero solicitado, unos flamantes billetes de 100 baths, equivalente cada uno a 500 pesetas de la época. Y sólo al final del viaje osamos entregar la tarjeta para pagar en un hotel, decididos, pero a la vez aterrorizados ante las consecuencias de nuestra temeridad cuando vimos por primera vez nuestra tarjeta introducida en aquella extraña máquina que hacía pasar manualmente un rulo sobre ella y de la que salía una copia en calco que había que firmar.
Pero tal vez las previsión más importantes a la que hubimos de enfrentarnos fue la elección de los libros con los que cargaríamos las mochilas compitiendo con las camisetas, los pantalones, la ropa interior y los artículos de higiene personal, todos ellos, excepto los libros, perfectamente reducibles a la mínima expresión, porque siempre podríamos proveernos de ellos en cualquier lugar del mundo. Con los años nos ha sido posible encontrar en los lugares más remotos que hemos visitado algunos libros en castellano en hoteles o en librerías de viejo especializadas en turistas que suelen ubicarse cerca de las agrupaciones de backpackers, pero en aquellos tiempos, esforzarse en buscar libros en castellano en India, Sri Lanka, Indonesia o Vietnam era tiempo perdido. Ante el requerimiento, los vendedores solían hacer siempre la misma observación: los españoles siempre preguntan, pero nunca dejan. Parece ser que libro de lectura que arrastra de ciudad en ciudad, de isla en isla, de playa en playa un español acaba regresando inevitablemente, ya leído, a los estantes de su hogar. La sana costumbre anglosajona del intercambio o la compraventa no ha calado nunca en el ánimo acumulativo libresco de los carpetovetones. Aún recuerdo haber encontrado en una librería de lance de Goa, atiborrada de libros en inglés, francés y alemán, sólo un ejemplar de libro escrito en la lengua de Cervantes, Las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, en edición de los años 50 y con un sello de la biblioteca de una misión jesuítica de la bella excolonia portuguesa. Si no se hubiera tratado de un mamotreto pesado como el propio lenguaje muerto del fundador del fascismo español, me lo hubiera traído como curioso trofeo librario. En otra ocasión, esta vez en Pushkar, conseguí un delgadito ejemplar de un manual de la cría del canario, que devoré a falta de otra cosa mejor junto al sagrado lago de los brahamanes.
Hoy día los libros electrónicos, con capacidad para varios miles de ejemplares con un peso de apenas 400 gramos suplen maravillosamente las carencias que sufríamos los turistas artesanos en nuestros largos devaneos por los lejanos orientes. No recuerdo qué libros exactamente nos llevamos, al menos no todos, pero si que conforme fuimos terminándolos fuimos colocándolos en los estantes de las librerías que los pequeños hoteles de turistas artesanos suelen haber para ello. Sí que procure que, al menos los míos, tuvieran que ver con los paisajes que íbamos a recorrer. Uno fue la Trilogía Malaya, de Anthony Burguess, tres novelas sobre los tiempos del dominio inglés en la península malaya y una colección de relatos del mismo tema de Somerset Maugham, Pasos en la jungla. Y por supuesto, Los pájaros de Bangkok, la novela de Manuel Vázquez Montalbán que se desarrolla en la capital tailandesa. Fue una terrible broma del destino que Manuel acabara muriendo el 18 de octubre de 2003 de un infarto en el aeropuerto de la ciudad que usó como decorado para una de sus más trepidantes novelas y en el que se encontraba en tránsito.
Redondeaba el corpus literario principal la Conciencia de Zeno, de Italo Svevo, una novela que ya había leído pero que me llevé como apoyo al fortísimo síndrome de abstinencia de la nicotina que padecía en ese momento, fruto de mi drástica decisión de dejar de fumar. Ya había sido hasta entonces un fumador empedernido. Desde los 16 años. No voy a extenderme en el recuento de los paquetes o los cigarrillos diarios que consumí, ni tampoco a definir placer con que su consumo me acompañó durante 25 años de vicio impenitente. Sólo decir que en ese momento de mi vida decidí dejarlo. Por razones que no vienen al caso. Italo Svevo escribió esa novela en 1923 como terapia, tras 23 años fumando, para superar el mismo síndrome por recomendación de su psicoanalista, traspasando sus angustias a un personaje creado ex profeso para ello: Zeno. Tal vez podría haber titulado la novela El último cigarrillo, o no, porque esa conciencia del protagonista gira y gira siempre alrededor de ese desgarro. Una desasosegante, pero deliciosa, novela que no me dio tiempo a releer por razones que más tarde explicaré.
Fue precisamente ese proyecto de viaje por tres meses el que me decidió a aprovechar la ocasión para iniciar la cura de desintoxicación seis meses antes, al inicio del verano del 94. Yo tenía comprobado que en los viajes fumaba el doble que en mi vida normal cotidiana. desde hacía varios años había conseguido prescindir de fumar por la mañana, al menos en horario de trabajo. Trabajar en un hospital me ayudó mucho. No porque en el hospital no se fumara, que se hacía a unos niveles realmente alarmantes, a pesar de las campañas y los intentos prohibicionistas de las autoridades sanitarias, sino por pura conciencia personal. Las imágenes que hasta hacía poco cualquiera podía encontrar en el hospital pasaban por la de médicos dejando los cigarrillos encendidos en los tacos de los salvaparedes de los pasillos de las plantas antes de entrar en las habitaciones de los pacientes era muy habitual. O la de un celador llevando dentro de un ascensor a un asmático amarrado a una bombona de oxígeno portando un cigarro humeante en la mano que empujaba el carrito. Pero en los viajes ese control del consumo matutino se rompía en pedazos y cada mañana saltaba de la cama con un cigarro ya encendido. Así que la posibilidad de ver multiplicarse por dos o por tres mi consumo diario de cigarrillos me hizo ponerme en la faena de quitarme. Y quitarme es palabra más dura que dejarlo. Rechacé otros intentos de terapia que había emprendido anteriormente, como la de fumar tabaco de pipa, liado o en su propio artefacto, o fumar sólo puritos con el fin de ir abandonando el vicio progresivamente. Nada de pamplinas. Conseguí quitarme a pelo, con mucho esfuerzo, angustia y síntomas de ansiedad. Y a los seis meses, ya bastante restablecido me consideré capaz de emprender aquel largo periplo extremo-oriental librado del tabaco.
Completaba la intendencia de material intelectual una guía de conversación de bahasa indunisia (indonesio común), la lengua oficial del archipiélago indonesio y de Malaysia, aunque en este país, tratándose prácticamente de la misma lengua, recibía el nombre de bahasa melayu. No es que tuviera muchas esperanzas de que me fuera útil el conocimiento de la lengua oficial del archipiélago, porque la mayoría de los 240 millones de nativos de sus islas no lo hablan y lo conocen muy rudimentariamente, pero siempre venía bien conocer los principales saludos y hacerles reír con mi terrible acento. Con todo alguna vez a lo largo del viaje ese conocimiento y el uso del manual nos sacó de algún apuro en lugares donde el inglés era prácticamente desconocido.
Y por último llevábamos un ajedrez electrónico Shadow Chess Kasparov de cinco niveles de dificultad al que ya conseguía ganar alguna partida en el último de ellos. Fueron aquellos unos meses en los que me había dado por practicar el difícil y milenario deporte intelectual de origen indio, en el que nunca fui demasiado brillante. Lo que no me esperaba es la sorpresa que me llevé en Sumatra…
En cuanto a las fotografías cometimos uno de esos errores fruto de la desidia y de una pureza mal entendida. Yo siempre intenté ser un buen aficionado a la fotografía, nunca un buen fotógrafo. Heredé de mi padre una cámara alemana de principios de los 60 totalmente manual, claro, con la que aprendí los rudimentos de las relaciones entre velocidad y apertura del diafragma con bastante provecho. Una de las fotos que hice con ella incluso ganó un concurso local. A finales de los 80 me compré una Canon A1 de segunda mano a la que añadí un zoom y un gran angular nuevos. Mi entusiasmo y ansia de estudio de manuales especializados en aquellos tiempos no tuvo límites. Incluso me compré un pequeño laboratorio de revelado con el que perpetré bastantes desaguisados. Finalmente opté por la diapositiva, especialmente para los viajes. El maletón con todas las herramientas nos acompañaron en varios viajes a Marruecos, Turquía, Túnez y las dos Indias, la del norte y la del sur. A las alturas de 1994 decidí que no tenía talento para la fotografía, como me había pasado muchos años antes con la guitarra flamenca. Podía hacer fotos resultonas, como podía tocar mecánicamente la guitarra, pero ni mis manos ni mi ojo tenía lo que tenían que tener para arrancar a la realidad imágenes o sonidos que dijeran algo. A ello se sumó en este caso, eso de lo que hablé en la primera entrada acerca del concepto del viaje. Se trataba de disfrutar día a día del periplo sin ambicionar enlatarlo en una colección de diapositivas. Conservar lo disfrutado solo en la memoria. Con todo tuvimos el suficiente seso como para no lanzarnos a la aventura sin llevar absolutamente nada. El bolsón de la Canon se quedó en casa y conseguimos una pequeña camarita japonesa, capaz sólo de captar instantáneas sólo en situaciones de luz realmente buenas. Yo ahora cuando lo cuento, la gente me mira raro: ¡¡¡un viaje de tres meses por los archipiélagos extremo-orientales sin llevar una buena cámara!!! Pues sí, y además de eso la culpa se multiplica por tres porque los dos viajes de igual extensión los siguientes años, a Centroamérica uno y a Sudamérica otro, seguimos llevando la misma elemental herramienta, que tal vez en otras manos más expertas le hubieran sacado mayor jugo que el que yo fui capaz de exprimirle. Eso sí, su comodísimo tamaño, más pequeña que un paquete de tabaco, me permitió disfrutar de muchísima más libertad de movimientos y de mayor despreocupación por su seguridad.
Casi por las mismas causas de desidia voluntaria, de no dejar demasiado fijados los detalles del viaje, de dejar sólo en el recuerdo lo imprescindible, no tomamos nota ni de hoteles, ni de restaurantes, ni de otras cuestiones prácticas.
Probablemente de todas las irresponsabilidades que cometimos y de las que fuimos acusados por nuestras amistades fue la de no vacunarnos de nada la que más unánime rechazo concitó. Pero incluso fuimos al edificio de Sanidad a informarnos y una doctora nos recomendó después de estudiar ante nosotros una serie de insondables informes recogidos en carpetas, que nos vacunáramos hasta de la rubeola. Especialmente contra la malaria. Pero conociendo los riesgos que en el hígado cursa la tal vacunación y la información que encontramos en nuestra guía de que en la zona occidental de Sumatra la que transmitían los aguerridos mosquitos de la zona era resistentes a la cloroquina, decidimos irnos a pelo. A ver, que nosotros somos fieles incondicionales de los dioses de la química y más que partidarios de las portentosos beneficios que las vacunaciones ha traído al ser humano, pero si hay que sopesar se sopesa, y nosotros decidimos arriesgarnos. Nos salió bien, gracias a los azares y albures que gobiernan nuestras vidas y a pesar de nuestra insensata voluntad.

Deja un comentario