Bangkok

En el sello estampado en la página 27 de mi viejo pasaporte consta que la fecha exacta de llegada al aeropuerto de Bangkok fue 16 de enero de 1995.

Uno de placeres, tal vez menor, pero delicioso, de viajar como lo hacemos nosotros, turismo artesano, es el del primer encuentro con la realidad humana de un país, cuanto más lejano y diferente al nuestro, mejor. Ese encuentro ocurre siempre en el mismo aeropuerto, un vez pasado el control a que los circunspectos policías de aduanas someten nuestros pasaportes y tras el único contacto oral que suelen permitirse tras estampar el sello de entrada: welcome to… Thailand, en este caso. Tras eso pueden ocurrir dos cosas: que haya o que no haya autobús para llegar a la ciudad. Siempre preferimos el transporte colectivo porque demora más ese rato de primer contacto. Pero normalmente hay que coger un taxi y también suelen presentarse dos alternativas más o menos obligatorias: taxi de prepago o taxi de acuerdo, previo más o menos arduo regateo. En el aeropuerto de Bangkok, recién reformado con atrevidos diseños arquitectónicos, funcionaba un extraño método. No se trataba de prepago sino que tú sacabas en la ventanilla de la empresa de taxis un ticket en el que iba anotado el precio que tendrías que pagar al taxista al llegar al destino que hubieras declarado en ella. ¿Fácil, no? Pues ese primer contacto humano con el ser humano taxista tailandés nos deparó la primera diversión del viaje. Una vez subidos en el taxi que nos correspondió, el buen hombre cogió el ticket, pero en lugar de arrancar diligentemente se volvió a nosotros, nos señalo el taxímetro y comenzó a hablarnos en un correcto tainglés, aunque no salía de la misma frase:

Ai Tin de mita is beta.

Negamos el ofrecimiento. Vuelta a insistir. Vuelta a negar. Tras cuatro o cinco intentos más hicimos amago de bajar del coche y sólo entonces arrancó. Con todo, en los 20 o 30 minutos que duró el viaje por salvajes autopistas que hendían hacinados rascacielos, volvió, de nuevo infructuosamente, varias veces con la cantinela.

Nuestro destino era la estación de ferrocarril y allí nos dejó el cantilenista. Una vez cobrada la carrera todavía volvió a insistir en las bondades del taxímetro frente a las del preacuerdo y nosotros nos quedamos ya para siempre con el roe-roe de que el buen hombre hubiera tenido razón y hubiéramos podido ahorrarnos unos baths.

La causa de elegir el fin de trayecto en la estación central de ferrocarril, que recibe el nombre de Hua Lamphong y que conserva un curioso aire colonial, sin que el país hubiera nunca sido colonia, tenía que ver con nuestra idea de abandonar cuanto antes la ciudad y comenzar el periplo hacia el sur. Por ello habíamos localizado en una guía un agrupamiento de hoteles baratos en sus inmediaciones. Se trata de otro de esos pequeños placeres-tarea de los primeros momentos de un viaje. Entonces no existía aún internet y lo de reservar con antelación desde España era algo que se escapaba de nuestras previsiones y , sobre todo, de nuestros, gustos. Con el jet lag zumbando en el cerebro, desembarcados en una nueva atmósfera a la que aún no nos hemos acostumbrado, textura del aire, olores, sonidos, la tarea de buscar hotel por vez primera se nos presenta siempre como un emocionante suspense. C. queda con las mochilas en una concurrida esquina y yo me lanzo con el plano a localizar los hoteles que ya previamente habíamos seleccionado en un área determinada. Tras tres o cuatro inspeccionados me decido por uno, reservo y vuelvo a por C. Los trámites y la instalación culminan esas primera hora de estancia en el país. Hay que salir a celebrarlo con una, con dos cervezas. Dos SINGHA heladas.

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