Penang

Me enamoré de Penang en 15 minutos. Los que tardó el rickshow a pedales en llevarnos desde el puerto al extremo opuesto del casco antiguo. Lo primero era buscar alojamiento, así que decidimos comenzar a peinar la ciudad desde el interior hacia la costa. Para llegar hasta allí cogimos el clásico ciclorickshow de tracción trasera que veíamos por primera vez. Con las mochilas y nosotros enfiló la calle principal, Lebuh Chulia, hasta su conjunción con Jalan Penang, siendo lebuh calle y jalan avenida, en la otra punta. Por el camino descubrí los encantos de nuestra primera ciudad auténticamente china, con sus shophouses (casas-negocio) características, sus templos erizados de dragones, apenas entrevistas y un vivo ambiente callejero de puestos de comidas ambulantes. Entrevemos los minaretes de una mezquita y pasamos por delante de un pequeño templo hindú con sus característicos muñecarros de vivos colorines adornando su gopuram. Huele a oriente. Huele a jengibre.

Con las mochilas en la esquina de ambas vías vigiladas por C. me pongo a la tarea de buscar hotel. El primero que miro está en la esquina de Jalan Penang con Jalan Sri Bahan. Cutre, bastante cutre, aunque la habitación razonablemente limpia y con baño dentro, la condición principal. No recuerdo ni el nombre. Hace apenas siete años volvimos a la ciudad en un recorrido exclusivo por Malaysia y descubrimos que lo habían remozado y convertido en el coqueto Grand Inn Penang. Pero entonces penaba tristemente. Decidí dejarlo de lado y continué. por los alrededores. Todos llenos. No se veía mucho turismo y hoteles había bastantes, pero encontrar una habitación parecía tarea ardua, así que vuelta atrás y decidirnos por el primero, que a la larga nos resultó una opción razonable.

Una vez tomado posesión de nuestro aposento y tras una buena ducha, entre dos luces a la calle. Justo enfrente del hotel encontramos una peluquería y entré a raparme la cabeza. Sería mi look de todo el viaje. Después un par de tigers y a hartarnos de fideos en uno de los muchos puestos callejeros, sentados en unos diminutos taburetes y armados de unos palillos. Mientras no aprendiéramos a usarlos nos veríamos en la necesidad de solicitar un par de tenedores que normalmente nos eran proporcionados sin problema. Yo me hice con un par y fui practicando dia y noche tratando de pinzar cualquier cosa que se me pusiera a tiro. En una semana era capaz de comerme unos fideos como cualquier personaje de una pelicula de Fu Man Chú.

La Georgetown que encontramos en octubre de 2011 había cambiado poderosamente respecto a la de aquel lejano enero de 1995. Se habían multiplicado por diez los negocios de hostelería, con predominancia de coquetos establecimientos habilitados en antiguas casas chinas de las calle secundarias y se habían habían abierto bares por doquier, principalmente a lo largo de Lebuh Chulia, donde reinaba sobre todos ellos el Hong Kong, un establecimiento inaugurado en 1932, siempre llevado por occidentales, donde siempre había cerveza helada y muy buen rock, y decorado con esa inconfundible parafernalia perifascista anglosajona que con frecuencia lo acompaña.

La ciudad no tiene demasiadas cosa que ver, aparte de un par de templos chinos, las hiperbarrocas casas de los clanes, las kongsi, y la zona colonial inglesa, que incluye la torre del reloj, regalo de un millonario chino a la reina Victoria por su jubileo, con sus 60 pies de altura, uno por cada año que la reina ocupó el trono, el insignificante fuerte, la comandancia, el curioso cementerio con tumbas de colonos ingleses del siglo XIX, la catedral (1817), primera iglesia anglicana levantada en el sudeste asiático y algún edificio art decó convertido en garaje. Su encanto reside en su fuerte carácter chino, en el paseo reposado por sus callejas, en la delicia de su comida y en el merodeo por su mercado de abastos, aunque no carece de zonas de shopping hipermodernas que no tienen nada que envidiar a la de cualquier ciudad europea, sobre todo las situadas en el único rascacielos de la ciudad situado en Jalan Penang.

Las colonias chinas de los distintos países de extremo oriente son fruto en buena parte de los trasvases poblacionales que los ingleses efectuaron para cubrir sus necesidades de mano de obra barata y eficiente en sus colonias. Chinos e indios fueron llevados por miles a Singapur y Malaysia, porque los dueños circunstanciales de esos territorios los preferían a los autóctonos, a los malayos. Tras la independencia las comunidades conservaron sus características étnicas perfectamente y se agruparon en ghetos bastante segregados. Los que más prosperaron fueron los chinos, emprendedores de negocios natos que se agruparon en ciudades compactas, Georgetown, Melaka, Kuala Lumpur y Singapur. La elección de Kuala Lumpur como capital de la federación de reinos malayos impidió que su colonia china se hiciese con la ciudad como sí hicieron las restantes en los demás lugares. En Singapur se alzaron como mayoría y consiguieron independizarse de la Federación. Un gobierno semidictatorial chino mantuvo a los malayos originales de la isla en reservas y a los indios, cuya colonia era bastante importante, en un segundo plano. Y en Melaka y Penang son los dueños absolutos del comercio, aunque no del poder político, en manos de los malayos, musulmanes.

Lo roces han sido frecuentes entre ambas comunidades, toda vez que la pujanza económica de los chinos siempre puso en guardia a los gobiernos malayos. De hecho –y no he conseguido averiguar si esas medidas discriminatorias siguen en pie– los chinos son impedidos legalmente a que tengan cargos políticos estatales o a que ingresen en el ejército. Pero ni falta que les importa. La impresión que se tiene en Georgetown y en Melaka es que ellos se la guisan y ellos se la comen esa prosperidad.

A pesar de que yo no soy partidario de determinar las particularidades caracteriológicas étnicas, en el caso de los chinos y los musulmanes, malayos, resultó tan llamativo que haré una excepción. Pasear por la ciudad es entrar y salir de tiendas de los más variopintos productos, a veces tratando de localizar alguno concreto y a veces sólo como ejercicio de curioseo. La actitud entre ambos grupos es de un contraste radical: los chinos están abriendo sus tiendas media hora después de la amanecida, los musulmanes dos horas. Cuando te acercas a la tienda de un chino este te rodea solícito intentando venderte lo que sea, el musulmán permanece sentado a la puerta normalmente afilándose el lápiz con los dedos por encima de la galabeya esperando que sea el cliente el que se acerque a explicarle qué anda buscando. Por lo demás la diferencia de vestimenta entre las mujeres de una y otra etnia son brutales: frente al empañolamiento y el traje talar hasta los pies de las musulmanas, las chicas chinas usan cortísimos shorts y ajustadas camisetas y es muy frecuente verlas con su casco conduciendo su vespino de esa guisa.

Por su parte los hindúes parecen ir a su bola, muy independientes y como si todo lo que ocurre en la ciudad no fuera con ellos. Me sorprendió la fortaleza con la que se agarran a su etnicidad. Este ejemplo lo explicita bastante bien. Un día cogimos un bus en Singapur precisamente para ir a Little India, el barrio hindú, desde el centro. Se nos sentó al lado un individuo de edad bastante madura que parecía recién llegado de Madrás o Tiruchirapalli, con el color de los tamiles puros. Comenzó a interrogarnos sobre nuestra procedencia y a procurarnos gentiles muestras de bienvenida. Como el año anterior habíamos pasado un mes en India del sur reconocimos perfectamente el acento con que los indios hablan el inglés, con esa unificación palatal que hacen de la «t», la «d» y la «r», y todos y cada uno de los gestos que ejecutaba mientras hablaba. Concretamente no paraba de mover la cabeza de esa manera tan especial y rápida de izquierda a derecha como si el cuello no acabara de sujetarla que tienen los indios mientras se expresan. Por eso pensé que debía tratarse de un emigrante reciente. Cuál sería nuestra sorpresa cuando nos confesó que él había nacido en Singapur y que jamás había salido de la isla, al igual que su padre, y que fue su abuelo el que vino de la India a principios del siglo XX.

Pero en la isla (Pulao Pinang, siendo pulao, isla) hay un par de atractivos más aparte de los concentrados en la capital. El primero es el delirante complejo de Kek Lok Si y el otro, la granja de mariposas. A ambos se puede llegar en autobús público fácilmente.

Kek Lok Si es un conjunto de templos budistas que rodean casi completamente una colina y que fueron construidos en diversos periodos no muy lejanos, desde finales del XIX a mediados del XX. El patrocinio correspondió casi totalmente a un par de reyes tailandeses que regalaron varias de sus estructuras principales de estilos diversos, chino, thai y birmano. Si el arte budista posterior a su larguísima Edad de Oro, correspondiente cronológicamente a parte de Nuestra Antigua y toda la Media, en que alcanzó altas cotas de sobriedad expresiva, con su tendencia al exceso contenido, en prácticamente todo el lejano oriente e India, se desparramó en un desparrame barroco teratológico, en este templo alcanza el delirio. Es inapropiado aplicar el concepto de kitsch a aquello que no tiene voluntad de pastiche, lo que no intenta vulgarizar lo que de valor espiritual pueda tener lo artístico, sino que se tiene por realmente auténtico y espiritual, pero al menos a ojos occidentales las formas, los colores, el chillonismo expresivo de todos y cada uno de los elementos, cultuales o no, del complejo de Kek Lok Si, lo mueven a llamarlo así. Con cargas de profundidad de frivolidad supremacista, sin duda alguna.

Uno de los mejores ejemplos es el patio peristilado de los budas, en el que se encuentra multiplicada por 100 la imagen en bulto redondo del Gautama pintado con vivos colores y con su cruz gamadita dorada pintada en el pecho. En 1995 la parte de la carne estaba pintada en un color blancuzco. No sabíamos entonces que era producto de la decoloración del rosa chicle original. En el viaje de 2011 lo pudimos comprobar. Tampoco en aquel año había sido levantada en la parte más alta de la montaña la enorme estatua de la diosa Guan Yin cuya purpurinada majestuosidad disfrutariamos posteriormente.

Para alcanzar la mitad de la colina donde comienzan las estructuras religiosas hay que subir una cuesta cubierta en la que se alinean a ambos lados cientos de tenderetes en los que se venden las más variadas mercancías, desde camisetas a enormes insectos tropicales disecados. Un par de camisetas que exploté hasta su muerte dos años después las compré allí.

El otro punto de interés en la isla es la granja de mariposas, no tanto por los lepidópteros en sí, que ya merecen por sí solos una visita, sino por la colección de demás insectos vivos que contiene, algunos de los cuales ya habíamos visto disecados y a la venta en la ascensión a Kek Lok Si. Si ya por aquel entonces no hubiera estado imbuido del espíritu proteccionista de la naturaleza que me prohibía participar del comercio de especies animales, me hubiera traído más de uno y de dos. Así de increíbles eran. Los insectos palo de 20 cmts. y una colección de increíbles insectos hoja de diversas especies que sólo después de mirar por un minuto el contenido de la vitrina que lo contiene es posible empezar distinguirlo de las hojas con las que se camuflan. Una verdadera delicia para los amantes de los bichos y que no dan tanta pena como los vertebrados en los zoológicos.


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