Arribando a Sumatra

Penang sólo está 244 kilómetros del puerto de Medán, la mayor ciudad de Sumatra, esa isla con aromas legendarios que poblaba de fantasías aventureras mis lecturas juveniles. Entre ambas se extiende el estrecho de Malaca, uno de los mares más infectados de piratas de todo el mundo desde la Edad Media hasta nuestros días. En 1995 todavía se leían noticias acerca de cómo se tomaban medidas para conseguir una navegación más segura de los miles de barcos que lo surcan cada semana. No dejaba de ser un temor más literario que real, al que se sumaba el aspecto general de los malayos varones, a los que les colocabas un pañuelo en la cabeza y les metías un cuchillo entre los dientes y podías imaginártelos subiendo por una maroma al barco en el que viajas. Con las conocidas intenciones. El Sandokan de Salgari había poblado esas fantasías de imágenes muy reales.

selloEl barco resultó ser un ferry rápido que echó apenas cinco horas. Era, según me indica el sello de salida del pasaporte, el 24 de enero. En el puerto de Georgetown preguntamos si había duty free y un par de occidentales se nos sumaron a la excursión siguiendo a un menudo funcionario por diversos almacenes portuarios. Finalmente abrió una puertecilla y nos señaló un arsenal de bebidas alcohólicas y cartones de tabaco. Ante semejante oportunidad nos hicimos con dos botellas de bourbon y un cartón de Chesterfield para C. por que yo seguía sin fumar, aunque era dueño de un síndrome de abstinencia semisalvaje que me lanzaba de vez en cuando certeras dentelladas en las entrañas.

Llegados al puerto de Belawan, un bus que iba incluido en el precio del pasaje nos llevó a la capital, Medan. Nada más bajar del bus nos asaltó a los occidentales una avalancha de taxistas que ofrecían traslado a los usuales puntos de destino, al lago Toba unos y a Berastagi, paraíso del rafting y del turismo de orangutanes, otros. Ante la insistencia inmisericorde de los taxistas cargamos nuestras mochilas y anduvimos un centenar de metros hasta que dejamos de verlos. Entonces paramos un ciclorickshow que en media hora nos dejó en la estación central de autobuses.

La verdad es que incluso en la estación, a la que llegamos bien entrada la tarde, no teníamos claro si buscar alojamiento en Medan y partir al día siguiente con tranquilidad o pillar el primer bus que saliera, llegar de noche al lago y arriesgarnos a no encontrar hotel. Ganó finalmente la prisa por llegar a ese paraíso del que nos habían hablado unos conocidos que habían estado unos meses antes. Así que después de una ardua lucha por conseguir un billete sorteando a la veintena de ganchos no conseguimos averiguar cuál de las tres compañías que cubrían los 176 kilómetros que nos separaban de Perapat, la ciudad principal situada a la orilla del lago, salía antes, por lo que nos decidimos por una cualquiera de ellas. Fue un error: a pesar de que nos aseguraron que salía en unos minutos tuvimos que esperar más de una hora a que el bus se pusiera en marcha, ya anocheciendo, por lo que el camino, por medio de una montañosa jungla, lo hicimos todo en noche cerrada, sin conseguir adivinar nada de lo que se extendía más allá de nuestras ventanillas.

Casi al final del trayecto se puso a diluviar como, valga el topicazo, sólo en los trópicos puede hacerlo. La lluvia golpeaba los cristales del bus como si de un náufrago desesperado que solicitara entrar se tratara. De miedo mirar la luna delantera contra la que se estrellaban violentas gotas iluminadas por los faros… Casi a punto de entrar en pánico pegó hebra con nosotros un muchacho que, mostrando tranquilidad ante aquel diluvio, pretendía, el pobre, practicar el inglés con nosotros. Bien, practiquemos, pero a cambio, queremos información de la ciudad a la que llegaríamos al filo de la media noche. Una vez que nos explicó que el autobús no tenía su final de parada en Perapat conseguimos que explicara al conductor que nos dejara lo más cerca posible del centro de la ciudad, donde hubiera alguna concentración de hoteles. Cuando empezamos a entrar en la ciudad, lo que parecía claramente ser las afueras, la lluvia, afortunadamente, menguó. El lugar elegido tenía bastante aspecto de descampado, aunque, eso sí, bordeado de las oscuras sombras de unos árboles perfectamente fantasmagóricos. Una vez pie a tierra el muchacho y el conductor nos señalaron un camino que se abría entre la vegetación del otro lado de la carretera y por el que, mediante enérgicos movimientos verticales de brazo, nos indicaron que debíamos seguir. La oscuridad era aterradora.

– Yo: Terima kasih (gracias)                                                               

– Ellos (partiéndose de risa): Sama-sama (de nada)

Así que estábamos en Sumatra, en un descampado a media noche, al borde de una carretera cargando con nuestras mochilas, en las afueras de una ciudad desconocida a punto de tomar un camino embarrado –agua, había humedad por todas partes– al final del cual brillaban algunas luces mortecinas. Todo estupendo para arrepentirnos de no haber tomado la primera decisión de quedarnos a dormir en Medan.

Afortunadamente contábamos con una buena linterna que hubimos de buscar en el fondo de una de las mochilas procurando no dejarlas sobre el barro. Una vez localizada enfocamos el camino y vimos que contaba con un firme bastante practicable. Así que jalan-jalan, empezamos a andar hacia las luces sin dejar de enfocar el suelo del camino y de vez en cuando las amenazadoras sombras de los enormes árboles que lo custodiaban.

Tras caminar durante unos cien metros empezó a divisarse la estructura que soportaba las luces, entre las que descubrimos ¡¡¡Oh Garuda, tú sí que eres grande!!! un cartel luminoso con las mágicas palabras que indicaban que aquello era un HOTEL. Eso sí, un hotel bastante lujoso para nuestros estándares, pero un HOTEL. En el mostrador, a pesar de lo intempestiva de la hora nos esperaba un sonriente empleado vestido con toda corrección que nos saludó con una amplísima sonrisa, no sabemos si de cortesía o provocada por la vista del lamentable aspecto que debíamos presentar tras caminar un buen rato bajo una pertinaz, aunque suave, lluvia monzónica. Tras el imprescindible ajuste a la baja del precio de la habitación en nuestro bidireccional inglés macarrónico y usando el socorrido truco de hacerlo reír con algunas palabras en bahasa indunisia nos condujo de nuevo a la magnífica habitación que nos había previamente enseñado recordándonos que el desayuno se servía en uno de los salones-terraza con los que contaba el hotel. Aquel hotel del que, para variar ni apunté su nombre.

Aquel fue nuestro contacto con el mandi, el baño indonesio, consistente en una pileta de la que una vez llena se va sacando el agua con un jarro para arrojársela uno mismo por la cabeza o las diversas partes del cuepo. Una verdadera gozada que, cambiando la pileta por un bargueño, aún seguimos nosotros usando en nuestro patio como ducha para el verano. Una vez bien mandilados y después de tratar de adivinar infructuosamente qué clase de mundo exterior había tras las las ventanas perfectamente protegidas por mosquiteras y del que nos llegaban infinitos sonidos naturales completamente nuevos compitiendo con el más familiar del croar de ranas, caímos rendidos en la enorme cama compuesta por una estructura de cemento sobre el que había colocado un colchón. La cama indonesia propiamente dicha.

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