Entre los batak

Un turista holandés bastante mayor que nosotros con el que pegamos hebra nos contó muchas cosas interesantes sobre el país en un par de tertulias a la orilla del lago. Una, que los batak, que habían sido caníbales hasta principios de siglo XX, se habían convertido masivamente al cristianismo para no tener que hacerlo al islam. Parece que lo único que no se les permitía era seguir practicando su religión autóctona animista. Los monoteístas siempre tan comprensivos. De todas formas supongo que los misioneros holandeses (Indonesia fue una colonia holandesa hasta los años 40) que los catequizaron no tenían nada que ver con nuestros curas católicos de la época, porque entonces probablemente los batak hubieran preferido abrazar la religión de Mahoma.

Una de ellas fue claramente una tomadura de pelo. Nos dijo que el último caso de canibalismo entre los batak había ocurrido a principios del siglo XX y su víctima había sido uno de aquellos misioneros que pretendían cristianizarlos. Como me impresionó mucho aquella historia, pero no tenía entonces modo de comprobar su veridicidad, me esforcé posteriormente en hacerlo, infructuosamente. Por lo que he conseguido averiguar ya más recientemente, los últimos casos que los que han quedado noticias escritas ocurrieron a mediados del XIX y las víctimas fueron condenados a muerte y a ser comidos por sus vecinos.

Sea como sea ese pasado remotamente caníbal de los batak estuvo en el origen de la anécdota que me dispongo a contar. Una de las cosas que había leído en la guía es que los bataks eran un pueblo con un alto nivel de inteligencia. No decía para qué, pero se supone que se trataba de una referencia general. Ello había llevado a muchos de sus miembros a estudiar en las universidades y a prosperar profesionalmente, de manera que en todos los ámbitos podía encontrarse a un batak triunfando: como empresarios, altos funcionarios de la administración central, en el ejército, etc. Y también había alcanzado a saber, aunque no he conseguido localizar la referencia en la guía que eran muy buenos en ajedrez y que contaban con grandes campeones entre los suyos. Concretamente el campeón de entonces de Asia, y eso me lo contó Christine, la dueña del hotel, era de por allí y ella lo conocía. Y ella misma se consideraba una buena jugadora. Así que cuando una mañana me descubrió el juego electrónico que me había llevado no tardó en retarme a una partida. Y luego a otra y otra y otra… Prácticamente todos los días tuve que jugar una partida con ella. Y todas las perdí. Pero de aquellas partidas recuerdo sobre todo la boca sonriente y los dientes enmarcados en aquella cara malaya diciéndome: I eat your bishop… Y no podía dejar de pensar aquel más o menos ficticio misionero holandés que había sido devorado por sus antepasados.

Pasábamos los días paseando en bici alrededor de la isla, bañándonos en las cristalinas aguas del lago y visitando los poblados cercanos. Por la noche cenábamos en algún restaurante de la orilla amenizados indefectiblemente por alguno de los conjuntos musicales que se ganaban la vida con los turistas que comenzaban a descubrir el lugar. Interpretaban una dulcísimas canciones de inequívoca raíz hawaiana intercalando de vez en cuando algún bolero latino. Especialmente el de QUIZÁS…, que ellos pronunciaban cadenciosamente CUISÁS, CUISÁS, CUISÁS… Pronto descubrí que los boleros no los cantaban en indonesio o en lengua batak, sino en un irreconocible español completamente desfigurado en sus bocas. Tras cada actuación pasaban la gorra entre las mesas y trataban de vender unas cintas de cassettes con sus canciones. A uno de ellos le compré el que os muestro aquí. Cuando tras preguntarnos nuestro origen les dijimos que éramos españoles nos pidieron que les corrigiéramos los errores que sabían cometían en las letras. Así que durante varios días estuvimos asistiendo al restaurante que les tocara cada noche. Tras la actuación se sentaban con nosotros y tratábamos de recordar las letras de los antiquísimos boleros para transcribírselas a las correspondientes consonantes que ellos reconocían en el indonesio, en el que por ejemplo nuestro sonido ll o y con vocal equivale a la grafía de la c. Así la palabra lluvia hay que escribírsela cubia. Pero nos resultó imposible que pronunciaran correctamente la s ante consonante a principio de palabra. Así Spain era para ellos Sepain y stop setop. A lo largo del viaje descubriríamos que esa incapacidad estaba generalizada en el archipiélago indonesio. Fue muy divertido y lo más gracioso fue que como yo no me sabía muchas letras acabé inventándolas. Por la mañana, mientras pedaleaba por los caminos selváticos, iba componiendo sencillos versos que por la noche les vertía al papel y les ayudaba a pronunciar correctamente. Así que si siguen todavía cantando por los restaurantes de Tuk Tuk o mejor aún, si lograron triunfar en la televisión indonesia, es posible que algunas de las letras de los boleros que interpreten pertenezcan a este vuestro bloguero favorito y ocasional letrista de baladas.

Nuestra canción favorita llegó a ser una que titulaban ROSITA. La estrofa principal terminaba con un Rosita, la-la-la-laaaa. Les insté a que cambiaran el la-la-la-la-lá por un mi-co-rasoooooón…. Mucho mejor, ¿verdad?

En Ambarita, un precioso pueblo incrustado en una lujuriosa vegetación de la que sobresalen las características casas batak en forma de barco invertido, hay una especie de museo al aire libre consistente en una serie de mesas y sillones de piedra de unos tres siglos de antigüedad cuyo fin parece que era el de impartir justicia, y en el que parece que fueron juzgados, condenados y devorados algunos delincuentes de la comunidad. El día que fuimos descubrimos que los guías autóctonos se regodeaban en los detalles más gore, haciendo representaciones caníbales en las mesas de piedra, en sus explicaciones a los turistas. Por lo demás no hay mucho concreto que hacer, aparte de procurar, si se coincide un domingo, en asistir a una misa. Las misas batak duran horas y horas. En la iglesia cantan y bailan y el sacerdote llama a los turistas que ve despistados por la iglesia, los hacen subir al estrado y ante todo el mundo los interroga acerca de sus vidas. A media mañana salen todos al exterior y comen y comen como si no hubiera mañana, para volver a entrar después. Los ritos animistas perfectamente imbricados con un cristianismo no católico y bastante relajado.

Muchas de las mañanas las dedicamos a estar simplemente en la orilla del lago, a 30 mts de nuestra cabaña, dándonos un chapuzón en las cristalinas aguas de vez en cuando, disfrutando de la tibia temperatura de las tierras altas ecuatoriales, del paisaje desde unas hamacas, la vista impresionante del espejo del lago que reflejaba un cielo frecuentemente ennubarrado y la ladera del volcán cubierto de vegetación, un vaso de bourbon, un libro o de una ópera escuchada a través de auriculares en un walkman de cassette, un artilugio que forma parte de los muchos a día de hoy extinguidos. Un verdadero completo del paraíso, sino no hubiese sido, al menos para mi, por la mordida del síndrome de abstinencia de la nicotina. Así, que… tirando por la borda los titánicos esfuerzos de seis meses, empecé de nuevo a fumar. Sentía que el viejo Zeno me recriminaba desde el fondo de la mochila, donde permanecía recluido, pero la esfera es la más perfecta de las formas geométricas y el goce esférico, globalizador, sin resquicios, una vez matado el arrepentimiento, absolutamente irresistible. Sacar un cigarrillo, darle lumbre con el mechero, aspirar golosamente el humo y completar sólo con eso la esfera de la felicidad.

Esos días que dedicábamos al baño, a disfrutar de la vista del lago, comprobamos que cada mañana recorría en una especie de piragua, remando muy despacio, un joven local que siempre nos llamaba con la mano. Una vez en la orilla se sacaba del bolsillo de la camisa un puñado de lo que parecían hojas secas y nos las ofrecía:

Ya habíamos leído en la guía algo de ese tema y los amigos que nos recomendaron venir las habían consumido con profusión. Nos dijeron que eran suavemente alucinógenas y que no entrañaban peligro si se tomaban responsablemente. Y además eran legales, en un país, Indonesia, donde la pena de muerte se asocia frecuentemente a los asuntos de drogas. De hecho descubrimos pronto que las ofertaban en omelette en los desayunos de muchos restaurantes. No nos hubiera importado tomarnos una de aquellas tortillas y experimentar con nuestra mente, si hubiéramos estado en casa. Pero allí… Como que no. Además hacía poco que había leído El camino del corazón, otra de las pajas literarias de Sánchez Dragó, como complemento a nuestro anterior viaje doble a India, en el que incluía el relato de una espeluznante experiencia con hongos alucinógenos, no recuerdo si en la misma India o en Tailandia.

Magic mushroom?

La comida en general en la isla no era muy buena. Monótona y escasa, el arroz y el pollo mutante, al que llamábamos así porque sólo encontrábamos culo y alas, eran los platos más frecuentes. Y eso que parece que a los batak les encanta el cerdo, esos cerdos negros que pululan por todas partes, pero que debían reservárselos para ellos y regateárselos a los turistas. Sólo en el Carolina, un hotel con pretensiones, las cenas podían considerarse medianamente sabrosas porque incluían algunos curries. Menos mal que la cerveza, la Bintang, como todas las asiáticas, estaba más que aceptable.

Los que me conocéis sabéis de mi adicción a la crítica salvaje de la estatuaria urbana contemporánea, a la que incluso acabo de publicar un libro despotricando de las de mi ciudad, Córdoba, con el título de LA CUESTIÓN DE LAS ESTATUAS. Por eso disfruté como un niño cuando descubrí la versión indonesia. Esta estatua, de la que no conseguí saber si era un homenaje al ejército, a la policía o a algún individuo concreto me cautivó. De madera policromada sobre varios pedestales de hormigón superpuestos. Descubriría algunos ejemplares más del mismo estilo candoroso a lo largo del viaje.

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