
No sé cuántos días estuvimos en el lago Toba, pero seguro que tuvimos que llegar a Bukittinggi, el siguiente hito en el viaje por Sumatra, después del 1 de febrero, o sea 8 días después de la llegada a Samosir. Lo sé porque ya había empezado el ramadán, que ese año coincidió justamente con el primer día de febrero.
Para llegar a Bukittingi, que en indonesio significa montaña alta, porque está asentada a la falda del volcán Merapi, que domina el horizonte, tuvimos que regresar a Perapat y coger un minibus. En total un viaje de 13 horas, acompañados sólo de viajeros locales, con parada en el lugar por donde pasa la línea del ecuador, que está pintada en la carretera. Las fotos con un pie en cada hemisferio son de rigor y a los propios indonesios les encanta hacérselas. Por el camino pudimos comprobar el proceso de desforestación a que estaba y está siendo sometida Sumatra, normalmente por causa del fuego intencionado. Pero sobre todo pudimos disfrutar del paisaje de jungla por las partes que permanecían intactas.

Bukitttingi es una ciudad cafetera de interior situada en una zona alta a 80 kmts. de la capital de Sumatra occidental, Padang, que se encuentra en la cosa. Ya he mencionado al Merapi, que de vez en cuando recuerda que está perfectamente en activo, aunque nosotros no tuvimos oportunidad de comprobarlo. Otros de sus atractivos geográficos son los dos lagos del mismo origen que el Toba, la excursión a uno de los cuales constituyó una de nuestras más peligrosas aventuras.
Tampoco recuerdo el nombre del hotel, pero sí que estaba a dos pasos del mercado y de la preciosa Torre del Reloj, coronada con unos tejadillos de estilo minagkabau, la etnia que domina esta región. El hotel contaba con un enorme huerto que servía de atroche para evitar rodear por dos calles y llegar al centro. En ese huerto, uno de los empleados del hotel, se dedicaba cada día a recolectar unas enormes caracolas de tierra, tres veces más grandes que nuestros caracoles gordos y con la concha más helicoidalmente picuda. Un día le pregunté que si se los comían y me contestó con gesto de asco, que no, que eran for the chickens… Su cara se retorció aún más cuando le dije que en Europa la gente se los comía. Yo creo que se quedó conmigo, porque más adelante comprobé que en otras islas, al menos, la gente se las comía guisadas.
Los minangkabau fue una etnia muy particular, con sociedades tradicionalmente matrilineales, en las que tanto la propiedad, como la transmisión de valores, cuyo conjunto recibe el nombre de adat, son cosa de las mujeres. Los clanes viven en casas que son propiedad de las madres y de las esposas que son las que deciden qué hombres pueden y cuales no vivir bajo ese techo. Durante varios siglos el islam al que se fueron convirtiendo poco a poco desde el siglo XIII, convivió armónicamente con el adat y el matriacado, a pesar de que en algunas ocasiones los minangkabau tuvieron que defender incluso con las armas su derecho a mantener ese sincretismo contra el poder de los sultanes, que acicateados por los ulemas intentaban imponer la ortodoxia patriarcal islámica. Incluso cuando nosotros fuimos la cosa no estaba demasiado tensa de nuevo, con la nueva oleada de fundamentalismo islámico que provenía de Aceh, el estado del norte en el que está implantada la shari’a . De hecho nos sorprendió gratamente el hecho de que muchos de los restaurantes callejeros se encontraban cubiertos por unos enormes plásticos negros, de manera que siendo ramadán quien quisiera podía comer durante el día perfectamente a salvo de las miradas y los reproches de sus vecinos más estrictos. Pero por las noticias que me llegan últimamente las cosas están cambiando muy rápidamente y las brutales presiones del wahabismo y las diversas cabezas del salafismo sobre todas las comunidades musulmanas del mundo están empezando a resquebrajar el edificio sociovital tradicional de los minangkabau.

Esas casas comunales, ya casi no se usan, pero siguen conservándose en muy buen estado como reclamo turístico. Sus formas son parecidas en líneas generales a las de las viviendas batak, pero de tejados más dramáticamente picudos. Aparte de esa viviendas se conservan un impresionante palacio, el de Pagaruyung, en el que vivieron los reyezuelos de la zona hasta su destrone por los holandeses a mediados del XIX . Para visitarlas, tanto las principales casas como el palacio, tuvimos que contratar un tour en una agencia que en una minifurgoneta nos llevó a nosotros y a dos parejas de suecos, que se pasaron todo el viaje obsesionados con evitar que los estafaran y regateando hasta por el precio de las entradas a los lugares a visitar. Unos verdaderos gilipollas.
Tampoco la comida resultó especialmente memorable en la ciudad, aunque desde luego más interesante que la del lago Toba. Los platos de curries locales dominan las mesas, en las que te sirven una gran cantidad de ellos en pequeños cuencos y tú comes del que quieras. Plato no tocado no se paga. El café, fuerte y muy aromático, sí que resultó una delicia. Los hoteles de toda Indonesia, excepto el del Lago Toba, habilitan en las habitaciones unos calentadores de agua para que los clientes repararan té o café soluble. El café de Indonesia se prepara como el árabe. Se vende muy molido y se mezcla con agua muy caliente, haciéndolo hervir una o dos veces rápidamente. El calentador de agua nos sirvió de cafetera y nos pasábamos el día cafeteando sin parar. Por lo demás, el mercado supuso un descubrimiento fabuloso. La parte de arriba, la dedicada a las telas es impresionante, por la variedad y colores y dibujos de las piezas. La mayoría se vendían para fabricar el sarong, el trozo de tela que sirve de falda a hombres y mujeres. Allí compramos unas piezas de tela bastante fuerte, pero muy suave a la vez, estampada con motivos de pájaros y formas de tejados minangkabau, y que nos explicaron que se se vendían para los sarongs de las grandes festividades, que hemos usado como elemento decorativo en las cabeceras de varios sofás que han pasado por la casa, hasta que el propio paso del tiempo las ha destrozado.
Pero la aventura más peligrosa de todo nuestro periplo la vivimos en el lago Maninjau. Aún no he terminado de entender qué diablos pasó, o nos pasó. El lago Maninjau, al igual que el Toba es un cráter de un enorme volcán cuyo fondo se ha llenado de agua. La altura de las paredes internas es de 600 mts., o sea una inclinación muy respetable. La guía decía que había que pillar un minibus desde la estación de Bukittinggi hasta la aldea de Lawang. Desde allí había un camino que te conducía tras cuatro kilómetros andando entre cafetales hasta el borde mismo del volcán desde donde había un camino, llamado el de Camino de los 44 recodos que te llevaba en dos horas hasta el borde del lago, al pueblecito del mismo nombre que el lago, Manunjau.

Efectivamente el camino hacia la cima se abría entre unos impresionantes cafetales. Por entonces yo ya me había comprado en una librería de Bukittinggi un pequeño diccionario inggris-indonesia / indonesia-inggris con el que trataba de formar frases con ayuda de la guía de conversación que llevé de España. Como no teníamos manera de averiguar cuánto nos quedaba empecé a preguntar a los campesinos que trabajaban en los cafetales o a los que nos encontrábamos en el camino. Yo les preguntaba ¿Berapa kilo? (cuántos kilómetros) y les señalaba la cima, o la dirección de la cima. Ellos se reían mucho y me enseñaban algunos dedos, dos, tres cuatro, seis, nunca ninguno me dio la misma cantidad. Imagino que la mayoría, por no decir todos, no tenían ni idea del bahasa indonesia y solo hablaban algún dialecto sumatrés. O tal vez no medían de la misma manera y lo hacían con otro sistema o incluso, lo que sería más lógico, por medidas de tiempo…
El caso es que aquello nos sirvió de entretenimiento hasta que conseguimos llegar a la cima, al borde del volcán, desde el que la vista era impresionante. La bajada en jungla de un kilómetro, al fondo el lago y enfrente la pared gemela a la que nos encontrábamos. Ahora teníamos que encontrar la famosa vereda de los 44 recodos. Tuvimos que esperar un rato hasta que apareciera algún paisano. De pronto aparecieron dos tipos con sus camisitas y sus sarong y sus zapatillas de dedo cargando dos o tres enormes troncos de bambú, del diámetro de un balón de balonmano. Les pregunté jalan (camino) para Maninjau, señalando hacia abajo y ellos nos hicieron señas de que los siguiéramos. Unos 50 mts más allá comenzaron a bajar por una veredilla que se adentraba en la jungla. Nosotros los seguimos, pero no habíamos recorrido diez metros y C. ya se había pegado el primer culetazo. Los amables campesinos miraron hacia atrás y nos esperaron. Comenzamos de nuevo a seguirlos y nuevo culetazo. Así que les indiqué juntando las manos en el pecho que muchas gracias y que jalan-jalan, que se fueran, que iban más rápidos. A partir de ese momento ya todo fue delirio. C. llevaba unas zapatillas de deporte con la suela de goma bastante gastada. Yo unos zapatos potentes que se agarraban bien al suelo cubierto de hojas de la jungla, pero que no me evitaron tampoco acabar con el culo en la pegajosa alfombra húmeda más de cuatro veces. Llegó la hora de regresar a la cima y acabar con la excursión. Sólo cuando habíamos intentado subir dos o tres metros nos hicimos a la idea de que nunca lo conseguiríamos, que volver era imposible. Así que, ya un poco acojonados, continuamos siguiendo la veredilla hacia abajo entre una vegetación cada vez más espesa. Y en un absoluto silencio. Allí no se escuchaban los clásicos sonidos jungláticos de las películas o los documentales. Posibilidad de pérdida no había: cuesta abajo y el lago al final. Con lo que no contábamos es que de repente la veredilla, formada por el paso de gente como los dos campesinos anteriores, desapareciera. Ya sólo nos quedaba continuar jungla a través. El autocontrol que mantuvimos para no caer en pánico fue ejemplar. No nos separamos uno del otro, yo primero sirviendo de muro de apoyo al descenso de C. y quitando como podía con un palo que me agencié la maleza. Pero con todo por dos veces sentimos que estábamos verdaderamente en peligro. La primera fue cuando C. comenzó a gritar al descubrir que sus calcetines blancos estaban invadidos de ¡¡¡sanguijuelas!!! que se movían onduladamente buscando cómo meter la cabeza a través del tejido. Como no sabía si alguna había conseguido su propósito, no podía ponerme a quitárselas a lo bruto sin correr el riesgo de que alguna cabeza se quedase embutida bajo su piel, así que utilicé un truco que no tengo ni la más remota idea de donde lo había aprendido. El caso es que yo sabía que para sacar las sanguijuelas sin peligro había dos métodos, uno echando sal sobre su cuerpo y otra aplicándole suavemente un cigarro encendido. Como sal no tenía y afortunadamente había empezado a fumar de nuevo usé el segundo: encendí un cigarro, lo fui aplicando sobre cada una de las sanguijuelas y las fui lanzando lejos una por una.

El segundo momento fue cuando en medio de la maleza, a unos 20 mts de nosotros, descubrimos un mono de gran tamaño que nos miraba fijamente. No nos quedaba otra que arriesgarnos a avanzar y rezar para que el animal no nos atacara. Afortunadamente el mono se fue y nunca más lo vimos, aunque yo ya me pasé todo el camino mirando de reojo hacia todas las direcciones por las que pudiera volver a aparecer.
No sé cuántas horas tardamos en llegar a la orilla del lago, pero pudieron ser perfectamente tres. Las primeras casas del pueblo ya se divisaban cuando C. me avisó de que ella no podía entrar en él en ese estado. Efectivamente de la docena de culetazos que había ido pegando la parte trasera de pantalón se le había hecho trizas y llevaba toda la braga al aire. Así que tuvo que quedarse sola allí un buen rato hasta que yo llegué al centro del pueblo, encontré una tienda y le compré un sarong. Con él puesto y con el susto todavía en el cuerpo esperamos, sentados en un café mirando el lago sin hablar, el bus que nos llevaría a Bukittinggi.
Ese mismo día sacamos en la misma agencia en la que contratamos la excursión a los alrededores de Bukittinggi un billete de avión, que llevaba incluido el transporte hasta el aeropuerto de Padang. Y el 8 o el 9 de febrero a medio día aterrizábamos en Yakarta.


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