Chineando por Bangkok

Son pocos los recuerdos que guardo de aquellos primeros tres días en Bangkok. Pero sí conservo los asociados a la conciencia de que por primera vez entrábamos en contacto con el oriente oriental, el chinesco. No lo digo en plan genérico, sino concreto, ya que el barrio chino de la capital tailandesa fue probablemente lo más fascinante que encontramos en ella. Esa misma noche ya estuvimos merodeando por las farmacias, las deslumbrantes tiendas de oro, los restaurantes y toda la parafernalia de cartelería en ideogramas chinos. Fue la primera vez que nos enfrentamos a los palillos para comer y ocurrió en un local popular donde, no creo que fuera así, pero daba la impresión de que nunca habían visto antes a unos falang, la palabra tailandesa que significa extranjero, derivada de francés, los occidentales con los que tuvieron los siameses más contacto hasta que los americanos se asentaron allí para controlar desde cierta distancia su guerra de Vietnam. El local estaba especializado en la fondue china y se encontraba lleno de familias que la compartían en mesas redondas giratorias. Pedimos una, nos la sirvieron y comenzamos a observar –a la vez que éramos descaradamente observados por los demás comensales– que no se cortaron a la hora de descojonarse de nuestra vistosa impericia. Para ser la primera vez que usábamos palillos para tratar de meter y sacar las viandas de la sopera donde debían cocerse, lo hicimos como se esperaba: de pena. Intentamos solicitar al camarero un tenedor, pero o no nos entendió, o no tenía o pensó que mejor no privaba del espectáculo a la distinguida clientela de su local. El caso es que finalmente descubrimos una cuchara en una de las mesas, la señalamos y nos fue traída una, una sola, con la que conseguimos dar cuenta a duras penas –no sin dejar de servir de divertido espectáculo sobre todo a los niños– de aquella delicia que se convertiría en uno de nuestros platos favoritos de todo el extremo oriente.

Como yo acababa de releer la novela de Vázquez Montalbán tenía en mente la relación de las delicias que Carvalho había degustado en Bangkok. Unas, disfrutadas en locales populares, asequibles a nuestro bolsillo y a nuestras costumbres, y otras prohibitivas, y no sólo por su precio. Una filosofía de vida que mantenemos C. y yo es no pagar nunca precios desorbitados por nada que pueda conseguirse en gamas inferiores de costes y que proporcione el mismo apaño y si no es estrictamente imprescindible. Los restaurantes de lujo o las ropas de boutique son siempre fácilmente sustituibles por otros de precio moderado y a veces mejor calidad. Por eso nos quedamos sin probar aquel pato macerado en hojas de té del que dio cuenta el detective barcelonés en el exclusivo restaurante del hotel Surat Thani. Pero a cambio comimos verdaderas maravillas en sencillos restaurantes tanto thais como chinos.

Otra cosa que me quedé con ganas de hacer es hacer una fideuá –con aceite de oliva del que usan las mujeres thais para el pelo y fideos de arroz– como la que se trabajó en el garaje en el que tuvo que esconderse para evitar que los mafiosos que lo perseguían lo convirtieran en comida de los peces de uno de los muchos canales de la ciudad. Se trata de una de las páginas más sabrosamente divertidas de todas las que Vázquez Montalbán dedicó a la comida en todas sus novelas.

mekong

También en esa novela supe del mekong, el llamado whisky tailandés, aunque se trata más bien de un ron de caña muy aromático. Mi afición a probar los licores autóctonos de cualquier país que visito me deparó esa agradable sorpresa. Los primeros tragos no terminan de encajar en el paladar, pero después de la primera cómoda botella-petaca puede convertirse en adictivo. En la novela de Carvalho se trasegaba con mucho hielo, pero como nosotros no teníamos acceso a ese lujo en nuestra modesta habitación de hotel, lo disfrutamos sin aguar ni enfriar.

Lo primero que hicimos al día siguiente de llegar fue localizar las oficinas de la Kuwait Airways para negociar el cierre del billete. Nos costó bastante encontrarlo y finalmente no conseguimos entender por qué, si porque había cambiado de dirección, porque las direcciones en Bangkok funcionaban de diferente forma que en el resto del mundo o por pura y simple torpeza nuestra. El caso es que una vez localizadas en un superedificio de esos que lo tiene todo inteligente y en los que unos occidentales como nosotros podemos comportarnos como unos campesinos salidos de la jungla, una empleada perfectamente thai pero provista de un hiyab del color oficial de las líneas kuwaitíes, nos comunicó que no problem, que con avisar con 15 días de antelación el día de la vuelta que eligiéramos era suficiente.

Así que tranquilos no fuimos a disfrutar de las bellezas monumentales de la ciudad, que consisten esencialmente en una colección de templos y palacios de una estética rabiosamente hortera. Bangkok es una ciudad nueva, fundada a finales del siglo XVIII y carece de templos anteriores a esa época, que, sobre todo, los de época medieval, son los que realmente nos interesarían más adelante. Para quienes abominamos del barroco contrarreformista católico la vista de las churrigueresquerías chinescas nos sume en el mismo estado de aborrecimiento al segundo horror vacui decorativo que nos asalte. Otra cosa fue el museo donde la colección de budas de épocas muy remotas resultó sumamente interesante, y sobre todo, relajante. Nada que ver con la escultura religiosa cristiana, y especialmente catolica, en la que el dramatismo dislocado de las carnes torturadas choca poderosamente con la serenidad obligatoria que emana de las expresiones faciales y corporales de los budas.

Una cosa que llamaba la atención era la gran cantidad de monjes azafranados de cabezas rapadas que se veían por las calles, a veces en faenas plenamente cotidianas como comprar en los comercios o tomar el sol en un parque. Por lo que sabíamos los tailandeses varones al cumplir los 20 años solían meterse en un templo y pasar en él unos meses de su vida aprendiendo técnicas de autocontrol y de relajación. Y también habíamos leído que los que no lo hacían solían tener problemas por ello mismo, a la hora de encontrar trabajo o incluso de conseguir que una mujer quisiera casarse con él. Como toda religión que se precie le funcionan mejor los mecanismos automáticos de control social que los puramente represivos. No es que el budismo sea una religión más virtuosa que las demás, y ahí tenemos la violencia que son capaces de generar sus adeptos, normalmente contra los musulmanes como las que suceden en Birmania con los rohingyas, en Sri Lanka o en la propia Tailandia con las etnias musulmanas malayas del sur, pero al menos no parece contar con un sistema de represión directa tan brutal como las demás. Y sobre todo, se trata de una religión atea, aunque esté supersticiosamente plagada de demonios y espíritus, no cree en la existencia de un ente trascendente que controla el destino de los humanos. El budismo es una religión para alcanzar la paz y la felicidad en la tierra. Por ello las religiones monoteístas semitas tienen tan poco porvenir proselitista, porque lo que proponen es una felicidad para la otra vida. Por otra parte en lo que respecta al tema de la justicia social, se comporta exactamente igual que las otras: no cuestiona las diferencias sociales fruto de la explotación de unos humanos por otros, ni plantea la de la desaparición de esa injusticia como un lucha personal y colectiva. Y en cuanto al consumo de esa especia religiosa por nuestros lares, encontré en el libro de Carvalho una frase que lo resume perfectamente: el budismo es una industria de exportación de ideología para que lo consuman los menopáusicos de occidente.

Donde sí disfruté fue navegando en transporte público por el río que rodea el casco antiguo de la ciudad, el Chao Phraya, un río absolutamente tropical, ancho, muy ancho, ya que su desembocadura está muy cerca, que se introduce a través de canales en la propia ciudad, sirviendo de arterias comerciales mediante mercados flotantes, aunque en los últimos años muchos de esos canales han sido correctamente encementados para que sirvan a la dictadura del automóvil. Me gustan los ríos, me gustan los ríos tropicales. Me gustó mucho el Chao Phraya en su avatar urbano por Bangkok. Me gustó sobre todo disfrutarlo en los desplazamientos de los buses-barcos que conectan todos los puntos del borde de la ciudad histórica. Tampoco nos dio tiempo a mucho más. Dos días más tarde, el 19 de enero por la tarde-noche cogíamos un tren directo a la frontera malaisia.

 

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